Vol. 62 (100), 2022 - ISSN L 0459-1283
205
Introducción
Estudiar y entender las fiestas folklóricas es una propuesta que data de mucho tiempo
atrás. A finales de la década de los años 70, descubrí El Tamunangue, la festividad por
excelencia del pueblo larense. Al principio mi idea era conocerlo, entenderlo y aprender a
bailarlo. Ya sabía de él de manera tangencial, pues mi familia materna proviene del estado
Lara, y muchos de sus miembros se asentaron en El Tocuyo. Durante un par de años,
aproximadamente, asistí como observadora, a su representación, en Sanare. Primero en el
día de San Antonio, el 13 de junio. Después, para el pago de alguna promesa, un día
cualquiera del año. En ese tiempo encontré una fuerza enorme, una energía formidable en
ese ambiente festivo. Hombres, mujeres y niños. Música. Baile. Juego. Y una profunda
relación entre los que bailan, los que cantan y tocan, los que juegan, los que rezan, los que
observan, en fin, una presencia dinámica, una intrincada red de relaciones.
Estaba al tanto, muy de cerca, de distintas festividades: Velorios de Cruz de mayo,
Corpus, San Pedro y San Pablo, Locos y Locainas, Comparsas, y algunas otras, menos
divulgadas y esta, de Lara, en Sanare, llamó mi atención. Me propuse ordenar aquella
interacción, el diálogo que encontré en El Tamunangue. Para hacerlo, decidí estudiar la
fiesta y su entorno, desde adentro. A lo largo de varios años, aprendí a jugar, bajo el
compromiso de guardar en secreto mis saberes. Secreto que me impedía hablar del juego
de la batalla de quien accedió a ser mi maestro. Aprendí a bailar los siete sones, y conviví
con muchos tamunangueros, verdaderos especialistas en el canto, músicos de gran
versatilidad, especialistas en el baile, en el juego de La Batalla. También conocí a las
esposas de estos hombres, a sus hijos. Interactué con ellas, en el hogar, y aprendí de la
cocina, de los parentescos, de sus dolores y pérdidas, de sus creencias. En mi estancia en
sus casas me acerqué a la siembra del café. Fueron años muy intensos. La investigación de
campo demanda mucha entrega.
Definitivamente, había una narrativa. Se trataba de la historia de una comunidad, de
un hecho. Esa historia se ofrece como una totalidad, muchas veces teatral, en la cual el
tiempo y el espacio se transforman mediante la palabra, las acciones, la música, la danza, el
canto. No es un escenario formal, un teatro con butacas y escenario, por ejemplo, sino
espacios abiertos, plazas, calles, el atrio de la iglesia. El diálogo, la interacción, se
Instituto Venezolano de Investigaciones
Lingüísticas
y
Literarias “Andrés Bello”